De lo sobrenatural en la ficción
Hace muy poco terminé de volver a ver completa la versión “reimaginada” de Battlestar Galactica, cuya primera encarnación llenara de lásers, cromo y lucecitas rojas mis noches de los años 1980. La nueva BSG es tanto mejor y más adulta como más polémica: no sólo había en ella SPOILERS! SPOILERS! SPOILERS! escenas gráficas de tortura y sexo entre adultos de la tercera edad sino que, incongruentemente, la historia giraba más y más en torno a profecías, sueños premonitorios, los supuestos planes de un dios único, la frecuente aparición de “ángeles” que sólo una persona o dos podían ver, una misteriosa música que guía a los restos de la humanidad hasta la Tierra (nuestra Tierra) en el pasado remoto, y la súbita desaparición de una mujer (que había muerto y vuelto a la vida previamente) en medio de una pradera.
Coincidiendo casi con el fin de mi última visita al universo BSG, a principios de este año se estrenó Cloud Atlas en Argentina. Poco había oído de ella salvo rumores de que se trataba de una superproducción, con Tom Hanks y con un mensaje “espiritual”, tres ingredientes que casi garantizan que yo no vaya a ver una película. Me encontré con un grandioso tour de force cuyo argumento fue “explicado” por la crítica generalmente empleando conceptos como el karma, la reencarnación y el destino. Nada sorprendente: estos conceptos sin fundamente están ya firmemente arraigados en nuestra cultura. Pero lo curioso es que en ningún punto me pareció que Cloud Atlas cruzara la barrera que separa la ficción plausible de la fantasía. (Que una sacerdotisa tribal entre en trance y profetice una o dos cosas que luego se cumplen no es nada raro; es lo que le da de comer a millones de astrólogos, tarotistas y otros fraudes de esa calaña.)
No es imposible para mí disfrutar una película con elementos sobrenaturales, pero sí me resulta difícil pasar por alto aquellos que requieren un esfuerzo extra del espectador para ser creíbles sin darle a éste nada a cambio. Cloud Atlas no sólo no necesita un fundamento sobrenatural, sino que explicarla así la vulgariza y le quita fuerza.
¿Puede explicarse Battlestar Galactica de esta manera, sin recurrir a los elementos sobrenaturales que sus personajes, con cierta lógica, asumen que están en juego? Creo que sí, y por eso es que pude disfrutarla, como pude disfrutar Cloud Atlas. La pista crucial aparece cuando los dos “ángeles” conversan sobre la cuestión de si el ciclo de auge y destrucción de las civilizaciones que han observado tantas otras veces volverá a ocurrir en nuestra Tierra. Uno de ellos observa que un sistema complejo siempre puede producir resultados nuevos y sorprendentes y “eso también está en los planes de Dios”. Ante lo cual el otro “ángel”, muy serio, corta: “Sabes que a Ello no le gusta ese nombre” (en el inglés original, “You know It doesn’t like that name”). Con esas crípticas palabras y poco más se cierra Battlestar Galactica.
¿Cómo es que a “Dios” no le gusta ese nombre, si sus “ángeles” lo usan todo el tiempo para impresionar a sus mortales elegidos? Quizá lo hagan porque es la manera más sencilla de referirse a “Ello” sin dar más explicaciones, apelando a creencias previas. De la misma manera en que la puesta en escena de Cloud Atlas nos interpela utilizando categorías que parecen referir a conceptos conocidos, como la reencarnación o el orden cósmico; la diferencia es que en Battlestar Galactica son los protagonistas quienes observan atónitos y desconcertados, o con fe expectante, el desarrollo de su propia historia.
Nos consta que en el universo de Battlestar Galactica hay escritores de novelas de viajes y policiales, pero no parece haber ninguno que escriba ciencia ficción. Si lo hubiese, quizá habría inventado, con mil quinientos siglos de anticipación, la famosa sentencia de Arthur C. Clarke que dice que “Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Si somos seres naturales, ¿por qué nuestros sueños, nuestras premoniciones y hasta el fluir del tiempo físico, por no hablar de los meros objetos materiales, deberían estar exentos del posible control de una entidad también natural y material, pero mucho más antigua y poderosa y capaz de esconderse de nosotros hasta el punto de asimilarse a una fuerza universal?
Las obras más conocidas de H. P. Lovecraft, el corpus que conforma la mitología de Cthulhu y los otros dioses antiguos, están tan repletas de elementos esotéricos y ritualismo como vacías de cualquier concesión a las supersticiones familiares: los “dioses” son seres poderosos que viven en estrellas lejanas o en animación suspendida en el fondo del mar o en algún sitio en ángulos rectos a nuestro espacio tridimensional; los rituales con que se los invoca son la mera puesta en marcha de fenómenos físicos que aparecen al espectador como magia negra. Los dioses lovecraftianos no son ni por asomo tan amables como el Dios de Battlestar Galactica en sus buenos momentos, quizá porque no nos han creado ni les importamos, pero resultan similares en su tendencia a parecer sobrenaturales sin serlo, tanto como debió parecerles sobrenatural el Monolito a los homínidos primitivos del comienzo de 2001: Odisea espacial.
En el prólogo a La línea de sombra (1917), Joseph Conrad escribió contra aquéllos que querían ver en su novela un relato basado en lo sobrenatural: “… mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por el simple sobrenatural, que, en resumidas cuentas, no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.” Se refería a la reacción de los lectores ante una aventura en el mar en la que la maldición de un capitán loco y moribundo (luego muerto) parece llevar a su barco a la ruina. No hay en toda la novela nada que no pueda ser explicado por una combinación de los caprichos del mar (que Conrad, marinero antes que escritor, conocía de primera mano) y una cierta dosis de —digamos informalmente— mala suerte.
Para Conrad era propio de ignorantes recurrir a artificios tan burdos y vulgares como fantasmas o maldiciones. Lo era, probablemente, también para Lovecraft, como lo era para Clarke, pese a peligrosos acercamientos al borde del abismo de la New Age como El fin de la infancia.
¿Es posible escribir hoy una buena historia o un buen guión de cine con elementos sobrenaturales típicos? ¿Es posible disfrutarlo? Quizá para algunos. Yo me quedo con la fría pero profunda visión materialista de Lovecraft, con las coincidencias esperanzadas de Cloud Atlas, con la silenciosa intervención del dios impersonal y natural de Battlestar Galactica —que no quiere ser llamado Dios—, o con el cosmos indiferente de Conrad, poblado por personas pequeñas, ocasionalmente valerosas, emotiva y naturalmente vivas.
(Ésta es una versión reescrita y aumentada de un post ya publicado en mi blog personal, Alerta Religión, bajo el título “Lo sobrenatural, o no tanto”. Confío en que el lector puede aprovechar tanto una como otra versión, o las dos.)
Solo vi Cloud Atlas y no me gustó para nada. Totalmente mística y como dices no me entregó nada a cambio